Para empezar,
debería definir qué es la pedagogía, que no es ni más ni menos que la
ciencia que tiene como objeto de estudio a la educación.
Si yo fuese un
profesor, para que mis clases fuesen más productivas las daría con
cierto tono humorístico, pero marcando muy bien los límites para
que los alumnos no se me subiesen a la chepa. Para que usasen la
memoria, llevaría de vez en cuando presentaciones de diapositivas
con imágenes muy claras y esquemáticas para que se les quedasen
grabadas en la mente, ya que en más de un examen nos acordamos de la
fotografía que hay al lado de la teoría, pero no del texto. Tampoco
me tiraría toda la clase hablando sólo, haciendo un monólogo en el
que los alumnos se duerman; los haría partícipes, preguntándoles y
ayudándolos a razonar para que se diesen cuenta por ellos mismos de
las cosas que explico, haciendo que lo repitan una y otra vez hasta que puedan hacerlo solos y, entonces, premiarles de alguna manera, como por ejemplo,
viendo una película que ilustre lo aprendido.
Para los
rezagados que sigan pasando de mi absolutamente, les daría un modelo
a seguir, un personaje que merezca la pena imitar porque sea una
buena influencia, o alguien importante que haya contribuido a la
historia de alguna manera, incitándolos a que tuvieses algún
delirio de grandeza que les empuje a luchar por sacar una buena nota,
o para aprobar, sencillamente. Y, si aún así me ignoran, buscaría
alguna motivación para que la estudiasen, como es el maravilloso
verano que uno disfruta si no tiene nada que estudiar para recuperar
en septiembre. La principal motivación de los adolescentes de hoy en
día es esa: estudiamos para disfrutar del verano. Y así, de una
manera o de otra, conseguir que los alumnos disfruten aprendiendo y
sepan que les será de utilidad para algo en un futuro no muy lejano.